ARCO IRIS EN LA NOCHE
Édgar Omar
Avilés
—¡Extra, extra, Dios ha muerto, Dios ha muerto!
—gritaba con voz ahogada el viejecillo alemán que había llegado a extinguir sus
últimos años al asilo municipal. Para ganarse unos centavos, hizo trato con el
dueño de un puesto de revistas para ofrecer en el asilo los periódicos que no
se le vendieran por la mañana.
Mi amigo y yo detuvimos nuestros
pasos para comprar un ejemplar. Tomamos un respiro hondo. Cuando saqué de la
bolsa de mi pantalón un par de monedas, la foto de Marianela salió junto con
ellas. Suspiré al recordar lo buena y lo bella que fue antes de que el cáncer
la convirtiera en todo aquello que no debe ser la vida. Le di un beso y con
mucho cuidado la volví a meter al saquito de franela que usaba por cartera.
Ya sentados en una desvencijada
banca del jardín del asilo, acomodamos los bastones y me coloqué los lentes.
Uno de los cristales se había estrellado días atrás, pero aún me era posible
leer las letras grandes. Las palomas, siempre gordas como pollos, comían de los
granos que algún otro les había aventado.
—Me da gusto, tenía siglos
enfermo. Creo que por eso no había podido hacer nada por la humanidad desde
hacía tanto —le dije a mi amigo con mucha seguridad. Como pueden suponer, en
realidad el periódico no hablaba de eso. El alemán siempre inventaba titulares.
—Morir es bueno. Quizás en el Otro
Mundo yo recupere la vista…
—Sí, es posible… —hice un silencio
para tragar saliva—. En la nota dice que por eso últimamente los truenos de las
tormentas se escuchaban cada vez más terribles. Eran los gritos de dolor del
pobre de Dios.
Mi amigo ya no recordaba su
nombre, ni si tuvo alguna vez algún familiar. Platicarle las noticias de ocho
columnas inventadas por el alemán era mi forma de regalarle y regalarme un poco
de magia entre tanta realidad.
Hacía meses que no llovía. Creo
que se hablaba de una sequía planetaria producto de algunos abusos de la
humanidad. Continuando con uno de los titulares inventados del alemán, en
varias ocasiones aproveché para contarle de lluvias torrenciales y de truenos
tremendos mientras estábamos resguardados en el bunker, protegiéndonos de los
bombardeos. Afortunadamente para él, además de ciego, había perdido mucho de
sus capacidades mentales. En realidad, la mitad de los viejos del asilo estaban
ya bastante locos.
—Al final de la nota dice que
ahora Dios es un fantasma. Que no puede hacer nada por el mundo real, pero
ahora es todopoderoso en el mundo de los sueños —la luz del ocaso hechizaba con
sombras gigantes todo el asilo.
Se quedó con la boca abierta, como
imaginando algo hermoso. Luego sacó un par de paletas de azúcar quemada y me
ofreció una. La acepté con mucho gusto. Mientras saboreábamos nuestras paletas,
se deslizó un silencio como hojarasca, que aprovechamos para disfrutar los
aleteos de lechuzas y los chillidos de ratas que el viento resoplaba. Miré el
reloj. Ya era muy noche. Faltaba poco para que la enfermera, enojada, viniera
por nosotros si no regresábamos por nuestra propia cuenta. Estaba por indicarle
que ya nos retiráramos, cuando señaló algo:
—Mira, mira… —dijo. Yo seguí su
dedo hasta dar con un arco iris que nacía bajo una Luna casi llena. Los
viejecitos salían de todas partes para bañarse con aquella luz, brincando con
fuerzas nuevas, con pieles planchadas y pantaloncillos cortos.
—¿Pero qué demonios sucede…?
—pregunté en un balbuceo.
—Quizás, Édgar querido, llegaste
al estado de locura de los otros viejos del asilo —me dijo Marianela que ahora
estaba a mi lado. Sin comprender su presencia ni nada de lo que estaba pasando,
la abracé sollozando, sintiendo entre miedo y alegría.
Tras un par
de minutos, casi por instinto regresé la mirada al periódico. Me acomodé los
lentes y me dispuse a leer aunque las letras no fueran muy grandes, pues en los
verdaderos titulares informaban que un avión había lanzado bombas y metralla en
un asilo. Pero ella me pidió con la mirada que no lo hiciera.
—Tienes razón: no vale la pena
saber si ese asilo es o no es éste… —dije apretándole la mano.
—O quizás ahora estás dormido o eso
que has llamado vida era el sueño de otra cosa, y entonces el fantasma de Dios…
—me respondió sonriendo. Completó la frase con sus ojos iluminados de Luna.
—¿Sabes?, no hay nada más hermoso
que un arco iris en la noche —susurré mientras me abrazaba con ternura.
Acerca del autor:
Édgar Omar Avilés (Morelia, Michoacán, 1980)
es autor de los libros de cuentos No respiramos: Inflamos Fantasmas
(Posdata Editores/INBA, 2014), Cabalgata
en Duermevela (Tierra Adentro, 2011. Premio Nacional de Cuento Joven
Comala); Luna Cinema (Tierra Adentro, 2010. Premio Nacional de Cuento de
Bellas Artes San Luís Potosí); Embrujadero (Secum, 2010. Premio
Michoacán de Libro de Cuento Xavier Vargas Pardo); La Noche es Luz de un Sol Negro
(Ficticia, 2007. Mención honorífica en
el Premio Nacional de Libro de Cuento Agustín Yáñez). De la novela Guiichi
(Progreso, 2008). y del libro de ensayo La VALÍStica de la realidad
(Secum, 2012; Premio Michoacán de Ensayo María Zambrano). Es antologador de Antes
de que las letras se conviertan en arañas (IMC, 2006) y Bella
y brutal urbe
(Resistencia, 2013). Es licenciado en comunicación por la UAM y maestro
en Filosofía de la Cultura por la UMSNH.
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